Esta es una historia personal que
me revelaron hace poco y quiero confiarla a quienes quieran leerla; por mi
parte pido disculpas a sus protagonistas, mis padres, si en algo puedo ofenderlos (que no creo).
Mi papá trabajaba en el Banco
Cafetero, nos remontamos al mes de Diciembre del año 1989. Allí era Grabador,
que eran, en ese tiempo (no sé si ahora lo hagan), los que recibían todos los
movimientos de todas las oficinas en red del banco en la ciudad e ingresaban al
sistema cada consignación, cheque y cuentas del día que acababa de finalizar;
esos turnos eran como de doce horas, creo, de seis de la tarde a seis de la
madrugada. No estoy seguro del día del doceavo mes, solo sé que era navidad, es
decir, del dieciséis para arriba pero antes del veinticuatro, plenas novenas,
mejor. Mi mamá en ese tiempo estaba estudiando Fonoaudiología en la Universidad
y muy seguramente estaba en vacaciones. No sé qué motivo era el que celebraban
además de la navidad, pero mi abuelita materna, Doña Ofelia, hizo tamales en la
casa y como era costumbre se repartían a los familiares y vecinos en vísperas
del nacimiento del niño Dios.
Era pues un día de estos en que
mi papá debía cumplir su horario desde las seis de la tarde y como había
tamales de sobra, mi quería abuelita le mandó uno con mi mamá, diciendo: “Vaya
bendita llévele este tamal al pobre HH (mi papá) que ya casi se va a trabajar…”
Así, sin más, mi mamá se fue a la casa (a la vuelta de la esquina) a llevarle
el tamalito a mi papá. Pueden imaginarse muchas cosas y sin ser ni pizca de
gráficos, comparen los meses que hay desde Diciembre de 1989 a Septiembre de
1990, con el proceso de gestación de un bebé, ¿Cuánto? Sí, nueve meses.
Parecía un suceso no planeado,
pues después de tres años, que era lo que tenía una de mis hermanas (la del
medio, como dicen), quedó otra semillita con total intención de crecer, en mi
mamá, y fue inesperado. Me cuentan que mi hermana mayor (de cinco años) gritaba
por toda la carrera veintitrés: “¡Voy a tener un hermanito! ¡Voy a tener un
hermanito!” cuando se lo contaron, mi madre solo intentaba hacer que hablara
más bajo, mientras miraba a la gente apenada por el escándalo.
Crecí, completé los tres
trimestres del proceso completo y había una fecha probable de parto para el
diecisiete de Septiembre. Dieciocho, diecinueve, veinte… Nada, “El bebé no
quiere nacer” decían, y se referían al bebé porque en ese tiempo las ecografías
para saber si era niño o niña eran muy costosas o no sé qué, el caso es que no
sabían qué era, solo lo esperaban. Día veinticinco, no nacía el bebé, podía
morirse y además el embarazo engañaba por su tamaño, gemelos creían algunos. El
Doctor no me acuerdo quién, en horas de la tarde, programa cesárea para el
siguiente día a las siete de la mañana, que nazca el bebé o los bebés, pero que
nazcan bien.
Siete de la mañana, veintiséis de
Septiembre de 1990, la paciente estaba lista, sufrió dolores por inyecciones de
no sé qué cosas y bueno, debía tener dormido medio cuerpo para el
procedimiento. Siete y cuarenta, nació el bebé, uno solo, enorme, cuatro kilos cien gramos, ¡ocho libras pesaba! Pobre mamá. Un alemán, comentaban por todo el
hospital y las visitas de extraños aumentaban cada vez (¿qué tenía pues que
todos querían verlo?). Las hermanitas cuentan que el bebé les trajo un reloj a
cada una, esas historias que les hacen creer a los niños para volver más mágico
el nacimiento de un hermanito.
Un bebé bonito y ya está; comentar
más del tema podría hacerles dudar de la veracidad de la historia, contada por
mí; solo quería que conocieran hasta dónde llegó el tamal para el pobre HH que debía
irse a trabajar.
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