miércoles, 25 de mayo de 2016

Azúcar.



No he sido muy fanático de los cantantes. Me gusta la música, y con ella un gran puñado de canciones, nunca álbumes completos de un solo artista.

Tenía cinco años y fui a un concierto. Fue, sin exagerar, el único concierto que he disfrutado hasta ahora. Mi mamá trabajaba en Seguros Bolívar, lo recuerdo como si fuera ayer, y con los compañeros de la oficina iban a ir al concierto comentado; era un concierto de varios artistas, no tenía un cantante principal con teloneros y eso, sino que era como de esos conciertos que hacen en la plaza de Bolívar de la Feria de Manizales; canta uno un ratico, luego otro y otro y así.



En mi casa había un equipo de sonido con todas las unidades, incluido el reproductor de LP, vivíamos en un pequeño apartamento del barrio Villa Pilar de Manizales, el piso era de baldosas color granate con betas blancas, era un piso que se enceraba y con ello era liso, se dejaba bailar con facilidad. En ese tiempo ya existían los CDs, era una cosa cara que todavía no se pirateaba. La revista Cromos sacaba ediciones especiales con algo más que la revista, y mi papá tenía suscripción o algo que llegó a hacer colección de CDs con música de varios artistas reconocidos de su época. Boleros, salsa, son cubano, Rancheras, era buena música. Había un disco de estos en especial que no sé en qué momento captó mi atención, me aprendí todas las canciones allí contenidas y además me las bailaba todas; daba conciertos de sábado por la tarde en la sala de mi casa. Los muebles eran beige con rayas rosadas, buscaba el más cercano al equipo de sonido y ponía el CD comentado. El Yerbero Moderno, Pa’ La Paloma, Burundanga, Bajo la Luna, Sopita en Botella y otros títulos que se me escapan ahora. El sentimiento era tal que me volví famoso en la familia, con mis tíos y primos, para hacer presentaciones de esas canciones en las reuniones familiares.

Salsa, bolero y son cubano, todos endulzados con azúcar, azúcar puro y cargado de revolución, tristeza y años de mucha música. Azúcar que prometió salir al mundo a llenar los hogares latinos y de otras latitudes, azúcar mencionado en cada canción, la frase que prendía a la orquesta y al público, la frase de la negrita guarachera que amé tanto en esas doce canciones.



El concierto era en la Plaza de Toros de Manizales, mi mamá me compró una entrada e íbamos, como dije, con compañeros de su trabajo: La Yulis, Nenita, Julio, María E y otros, sin duda. Me acuerdo que llevaba puesto un jean oscuro y una camisa a cuadros azules y blancos; mi mamá estaba pendiente de mí, estábamos en la arena, yo no alcanzaba a ver el escenario pero sí escuchaba todo muy bien. Varios artistas pasaron antes de salir mi artista favorita, canciones que no me importaban en lo absoluto, sin quitarles mérito y el gusto de la otra cantidad de espectadores que sí estaban ahí por ellos.




¡AZÚCAAAAAR! Y empezó todo. Esto fue hace veinte años, poco recuerdo la noche, solo unos detalles antes comentados, el vestido brillante de Celia (que la vi mientras me alzaron un rato) y las miradas de la gente al verme bailar y cantar a grito herido las canciones de Celia. Como dije empezando, es el único concierto que he disfrutado a pesar de recordar tan poco, esperando que vengan unos más.

Hasta hoy solo hay una cantante que ha logrado lo que Celia en un CD: cautivar mi entera atención y hacerme aprender todas las canciones; Margarita Rosa de Francisco y su Bailarina. A ese concierto iría encantado y me lo gozaría tanto o quizás más que el de hace dos décadas.




Azúcar por los buenos momentos vividos, los que faltan y los no tan buenos. Azúcar.

jueves, 19 de mayo de 2016

Singular.



En tardes soleadas empecé a entenderlo. Siempre había una diferencia notoria entre ellos y yo. En otras épocas en las que el bullying no era conocido como tal y al final no importaba tanto o, mejor, no se le daba tanta importancia, escuchaba comentarios necios, repetidos, clichés. Una vez llegaron a decirme mona peliteñida (en el colegio), creo que todavía me odian por hacerlos citar a rectoría con anotación en el observador y una amonestación escrita.


Era como un mosco en leche, pero invirtiendo los colores. Regalos de la vida que hoy se verifican con la fácil recordación que la gente me tiene. Es curioso, todos recuerdan mi nombre, al parecer soy una versión perfecta de la acción de relacionar personas o situaciones con objetos para no olvidar algo, en este caso un nombre con algún color; las características cromáticas en mi caso son ventaja y desventaja a la vez, es fácil encontrarme entre una multitud y para identificarme por teléfono solo tengo que decir mi nombre seguido de la palara mágica (muy utilizada por nosotros) que define en cuatro letras mi fenotipo; el sol no es mi enemigo pero necesito una barrera para apaciguarlo, aunque me beneficia en muchos aspectos debo tenerlo vigilado, mi última prenda de vestir es una buena capa de bloqueador solar.

Los paseos de finca no eran tan chéveres; como todo niño cansón odiaba sobremanera tener que usar bloqueador y esperar por lo menos media hora a que se absorbiera, lo único que quería era entrar a la piscina y ya. No ser fiel a esos tiempos me dejó ampollas en repetidas ocasiones, hombros, orejas, nariz y pecho; ampollas cada vez menores, con los años, que me hicieron entender la gravedad del asunto; al final resultaba uno en la piscina, con bloqueador y además una camiseta preferiblemente blanca. Toda esa exigencia natural por poca melanina me hizo cogerle pereza a las piscinas y a todo lo que suponía una exposición total o parcial de mi espalda y pecho, prefería quedarme en cama, leer o jugar billar si se contaba con una mesa; era de los que se meten a la piscina después de las cinco de la tarde, cuando todos ya se van a salir; casi siempre me perdí los planes de waterpolo porque el mínimo contacto con alguien era un peligro, yo sé que en el tarro del bloqueador dice “water resistant” o “waterproof”, pero eso funciona mientras a uno no le pongan las manos encima estando en el agua, un medio roce en el hombro supone una quemadura dispareja, pero una quemadura al fin y al cabo.

Hasta hace unos ocho años no acostumbraba usar bloqueador en el diario vivir, este estaba como relegado a los planes de finca y piscina, hasta que vi a un joven mayor que yo pero igual de blanco (creo) y con la piel rojiza, fea. Reflexioné, caí en cuenta que seguramente me veía igual, lo comprobé en fotos y espejos y fue como volver a nacer (jajajajajaja bueno, no).

Empecé a cuidarme la piel, más que por verse uno bonito, por la realidad de ahora, una implacable: Cáncer. Ya también por eso empezaron a hacerme bullying. Verán, hay bloqueadores que tienen un olor particular que la gente siempre relaciona con una piscina y creo que por muchos años usé uno bien perfumado a eso; de diez personas que veía, nueve comentaban sobre el olor a piscina (Y uno con ese gusto tan grande por las piscinas). Finalmente, como todo, cambié de bloqueador y pues hasta mejor, el de ahora no deja nada que comentar. Como dije antes, es mi última prenda de vestir.



Con todo esto concluyo que, si por alguna razón tienen la oportunidad de besarme el cuello, no se vayan a quejar del sabor a bloqueador solar.

martes, 1 de marzo de 2016

Nuestra Señora de Lourdes.


Esta entrada nada tiene que ver con la Virgen.

Hace unos días tuve que hacer un recorrido más largo del que normalmente hago por la capital. Tenía que ir unas cincuenta calles más hacia el sur para cumplir la encomienda de encontrar porcelanas Capo di Monti y pedir sus cotizaciones respectivas; grandiosas tiendas de antigüedades albergan los más hermosos tesoros para personas como yo, que por una extraña razón aman todo lo antiguo y quieren como primer auto un Volskwagen Beetle de 1970, con placas azules con blanco. Bajé del transporte público en la calle indicada, era un día soleado pero frío por la hora y además la vista era un poco más nutrida. Calles sucias, ríos de gente en todas direcciones, habitantes de la calle, perros habitantes de la calle, puestos de comidas rápidas, tiendas a lado y lado de la calle, gente gritando las promociones de dichas tiendas, cafeterías, asaderos de pollo, carnicerías con el marrano colgando de la boca, carros amontonados en un trancón adornado por la bulla de los pitos, motos escabulléndose entre los más mínimos espacios, semáforos no respetados y palomas, palomas abriendo camino hacia esa plaza donde reposa una imponente y bella iglesia que llenó mi panorámica. Ahí estaba la iglesia de Nuestra Señora de Lourdes, y más que la iglesia misma, un manojo de recuerdos de otros días en que recorriendo esa plaza, viví algunos de los mejores momentos de mi vida, hasta ahora. Era el año 2012 o 2013, no estoy seguro; había venido por cuestiones de trabajo y los sucesos de esos días ya están relatados en entradas de este blog (busquen y sabrán cuáles son). Fue un completo placer volver a recorrer esa plaza y pasar en frente de esas tiendas antes descritas; trajeron como hojas al viento todos los flashbacks que representan esos momentos de regocijo. Sé que no hice más que sonreír mientras caminaba hacia y desde mi destino.

No había sentido tanta emoción como ese día desde que llegué a la capital.
Por cierto, en esos días (hace tres o cuatro años) la iglesia estaba en remodelaciones. Les quedó muy bonita.